Memorias de una muerte anunciada
8 de abril de 1725
Temo que la memoria me traicione y comience a olvidar como lucía su rostro entre los vitrales del templo, cubierto de tela blancuzca. Temo que la verdad se disperse en mi memoria y comience a recordarla como un milagro.
Temo que, con el peso de mis crímenes, llegue el día en que olvide cuál fue el que me desterró de la gracia.
Dedicaré mi condena a recordar.
15 de abril de 1725
Nunca conocí más madre que la Virgen ni más padre que el Señor, crecí entre los muros mohosos de la abadía, envuelto en el murmullo de letanías y el aroma a incienso. Fui un niño dócil, joven piadoso; mi piel nunca conoció más caricia que la del agua bendita ni mi boca pronunció más promesas que aquellas que sellaron mi entrega. Así, con un fervor que rozaba la locura, pronuncié mis votos, creyendo que en la obediencia obtendría la paz.
La paz es frágil cuando el alma no ha sido probada.
El convento donde fui enviado como confesor después de mi inicio era un lugar apartado del mundo, donde las campanas marcaban la eternidad con su lamento de bronce. Allí me arrodillé ante Cristo con la devoción de un enamorado, buscando purgar los pensamientos deslizantes entre mis oraciones, invadiendo como serpientes. Pensamientos de anhelo al calor que se agitaba en mi pecho cuando la noche extendía su manto.
Creí que bastaría con cerrar los ojos y flagelar mi carne, repetir el nombre de Dios hasta desgastar la lengua que no se atrevía a pecar. Creí que mi fe sería un buen escudo.
Fue un primero de noviembre de 1692.
Creo que llegó al convento una tarde de cielos bajos y viento marchito, tendría que haber sido así, pues llegó acompañada de dos hombres con oscuros ropajes que discutían en voz baja con la Madre Superiora, entregándole argumentos, monedas y súplicas disfrazadas de severidad. Isolde no los miró, tenía la postura de quien ha sido arrastrada hasta el umbral de la condena, pero cuyos pies no vacilan al cruzarlo.
No temía al juicio de Dios ni al de los hombres.
Recuerdo su vestido, aún con rastros de la vida mundana que le había sido arrebatada, conservando elegancia de una dama noble, pero su mirada no pertenecía al convento, ni siquiera pertenecía a este mundo. No era la de una pecadora en busca del perdón ni la de una oveja descarriada que ansía volver al redil. Era la mirada de un alma exiliada contemplado la tierra con un desdén fatigado.
Apenas eran visibles los pliegues de la penumbra cuando sus ojos me encontraron, escondido a la sombra de un arco de piedra, observado su llegada y, aunque su mirada no se posó en mi más de un instante ni pronunció mi nombre, algo dentro de mi pecho se rasgó. Aquella punzada, incluso un simple murmullo, un eco si puedo llamarlo así, de algo que no podía ni debía nombrar.
Las campanas rugían con solemnidad, anunciando el ingreso de un alma nueva al claustro, una novicia recién llegada. Las puertas se cerraron tras de ella cuando su padre abandonó el lugar y yo la vi desaparecer en la penumbra del convento. En mi interior supe que Dios, en su infinita misericordia, acababa de abandonarme.
1 de noviembre
Pocas eran las hermanas que descendían hasta las profundidades de las catacumbas, y quienes lo hacían, regresaban con los labios apretados y el alma encogida. Recuerdo pensar que la oscuridad les lamía la piel con su aliento húmedo y viciado.
—Aquí expiarás tus pecados —condenó la Madre Superiora mientras la guiaba por el pasillo estrecho—. Orarás por la redención de tu alma y pedirás a Dios que te conceda el arrepentimiento.
No quiero recordar como lo sé.
Pero sé que la piedra, áspera y desnuda, exudaba un frío que se adhería a los huesos, el olor a incienso rancio y a humedad pesaba en el aire como velo fúnebre y sé que, a medida que descendían, el sonido del mundo se extinguía, sepultándola bajo el murmullo de las ratas y goteo intermitente de la filtración sobre la piedra. Sé que la anciana se detuvo ante una celda angosta, cerrada por un portón de hierro cuya herrería hablaba de su desuso.
Sé que Isolde no respondió, pues, con la serenidad de un mártir, cruzó el umbral sin ser empujada, sin ser encadenada, sin ofrecer más resistencia que la de su propia existencia.
—No tengo pecados de los que me arrepienta —susurró al entrar, para sí misma.
Todo lo que hacía era para sí misma, al final.
La puerta se cerró con un crujido de metal, dejándola en silencio, con un lecho de paja húmeda y un crucifijo carcomido por el tiempo. Su única compañía era la rendija que descubrió unos segundos después en lo alto del muro que apenas dejaba filtrar una tenue luz.
Ya recuerdo como lo sé.
La miré recargarse contra la piedra, dejando caer la cabeza hacia atrás, exhalando una risa apenas audible, un eco burlón entre el polvo y la penumbra.
Arriba, en mi capilla, los rezos de las monjas flotaban en el aire como un murmullo monocorde. Afuera, el viento gemía entre los muros como un alma errante. Abajo, en las profundidades del convento, Isolde cerró los ojos y dejó que la observara.
4 de noviembre
Cada noche velaba en oración, viciado por el aliento de los rezos nunca respondidos. Las paredes, cubiertas de musgo, exhalaban el frío del convento, y la humedad se aferraba a los huesos como penitencia misma, los únicos testigos de la mía.
Yo la miraba sentarse en el suelo, con el cabello negro derramándose sobre sus hombros mientras sus labios apenas se movían, pronunciando palabras que no pude escuchar. Recuerdo pensar que eran plegarias.
Recuerdo haber luchado contra la tentación de observarla, refugiándome en oraciones, clavando la frente contra el suelo de la capilla, pidiendo que su imagen se desvaneciera de mi mente. Pero, las noches siguientes, mis ojos volvían a la rendija, buscando su silueta y encontrándola siempre en la misma posición, con la mirada baja y los dedos entrelazados.
7 de noviembre
No puedo recordar el momento exacto en el que la vigilia y el sueño comenzaron a entremezclarse. Quizá fue aquella noche, cuando me encontré orando con los labios secos, murmurando letanías que ya no hacían significado en mis pensamientos traicioneros.
En mis sueños me susurraba, gritando versos profanos que yo mismo había inventado. Vi su rostro tras mis párpados cerrados, iluminado por la pálida luz que se filtraba en su celda, su piel de un blanco casi enfermizo bajo la penumbra, sus labios entreabiertos en una plegaria que no alcanzaba a comprender. Pero en el sueño no era Dios a quien llamaba, era a mí.
8 de noviembre
Me soñé de pie en la capilla, con las sombras de los cirios danzando en las paredes como espíritus torturados. El incienso se enroscaba en el aire en volutas pálidas, y el altar se extendía ante mí como un abismo, sentí el peso de la sotana pegada a mi piel, sofocante, como si la tela se hubiera convertido en una mortaja.
Entonces, ella apareció.
Caminó descalza sobre el mármol helado, su silueta apenas envuelta en la penumbra. El hábito no la cubría como a las demás, sino que pendía de su cuerpo con una ligereza profana, dejando entrever la curva de sus clavículas, la sombra entre sus costillas al respirar. Cuando se acercó, el aire se hizo espeso, y el aroma a incienso se tornó dulzón, podrido, como si la fragancia del convento ocultara un cadáver en descomposición.
—Gabriel.
Mi nombre en su boca no fue una plegaria ni un llamado. Fue un lamento, un veneno.
Intenté retroceder, pero mis pies estaban anclados al suelo. Sus dedos rozaron la cruz que pendía de mi cuello, y su contacto fue tan frío que la piel se me erizó hasta doler.
—No… —quise decir, pero su aliento rozó mi mandíbula, y la palabra murió en mi lengua.
Desperté jadeando, con las manos crispadas sobre mi pecho.
Corrí a la capilla, a una distinta.
Me arrodillé ante el altar, con las manos unidas hasta que los nudillos se volvieron blancos, recitando salmos entrecortados, palabras que se deslizaban de mis labios sin orden ni sentido. La mirada vacía de Cristo no fue testigo ni juez.
Y allá abajo, en la celda de piedra, sentí—sin saber cómo, sin querer admitirlo—que ella también estaba despierta.
Esperándome.
10 de noviembre
A pesar de que había decidido no dormir, esa noche el cansancio me arrancó de la vigilia, atrapándome en sueños imposibles de imaginar.
Me encontré de pie en el umbral de la iglesia como la había recordado hasta aquel momento, de columnas retorcidas que se alzaban como huesos fracturados, vitrales que reflejaban una luz enfermiza en el rostro del Cristo que pendía en una enorme y desgastada cruz sobre el altar.
Isolde estaba ahí, de pie, vistiendo un hábito negro, distinto al de una novicia. Traté de alejarme, pero mis pies estaban clavados al suelo, inmóviles, y ella avanzó, cubriendo mi cuerpo antes con su sombra que con su piel. Sus manos se cerraron sobre mi rostro con una delicadeza blasfema, sus dedos fríos trazando líneas de penitencia sobre mi piel febril.
—Dios está ciego —musitó, apenas como un eco mientras sus labios rozaban mi garganta.
Un estremecimiento me recorrió el cuerpo, la frialdad de su aliento parecía quemar. Quise resistirme, pero cuando su boca se deslizó por mi cuello, la sensación fue tan real que sentí el latido de mi propia sangre acelerarse, ansiosa. Su lengua helada acarició la piel donde el pálpito golpeaba con más fuerza, y un gemido ahogado escapó de mi garganta.
Era pecado.
El dolor de la cruz sobre mi pecho me arrancó del sueño.
Continuará...
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